Visita médica

Un día fui a visitar al Doctor Cosme, que por esos meses había adquirido un alto grado de celebridad y algo de devoción sectaria gracias a que había descubierto el remedio para la pena ajena, extraña patología que se había pronunciado en epidemia a lo largo del Valle de Aburrá por razones simplemente ajenas al entendimiento. La acogida del remedio fue tal, que la alcaldía accedió a una petición pública implorando que la droga fuera lanzada por toneladas desde el cielo, con ayuda de los helicópteros de las fuerzas de la salud y el cuerpo armado, para que la comunidad pudiera someterse por completo al tratamiento, sin excepciones, y ser una ciudad mucho más feliz.

De cualquier forma mis razones para visitarlo eran ajenas a la pena ajena, debido a que yo mismo había descubierto la cura años atrás sin darme cuenta, y me propinaba la dosis diariamente después de cada cigarrillo; por lo tanto era yo inmune al fanatismo colectivo que el Doctor había propiciado, y mi vida era ya feliz desde hacía buen tiempo.

La idea pues, no era continuar con lo que de seguro ocupaba por completo los minutos de don Cosme, sino por el contrario, hacerle saber que yo también existía.

Nos conocíamos ya hace tiempo, y para qué elucubrar, si era un buen tipo después de todo. Fue la vez aquella que tuve un sueño terrible donde aparecía un negro corpulento y sudoroso masturbando bruscamente a una mujer también negra, hasta que ella estallaba literalmente y, como un pulpo, teñía el espacio con un líquido negro que escapaba de su vulva. Al despertar me percaté inmediatamente que mis ojos habían perdido la capacidad de ver en negro, suplantando todo lo oscuro por un rosa pastel. Aunque mi padecer era bastante insoportable, anduve alrededor de una semana llena de noches color de rosa y hormigas homosexuales, hasta que fue inminente visitar al célebre curandero. Su procedimiento, debo admitir, fue bastante creativo y eficaz, haciéndome inyectar diariamente una dosis de tinta china debajo del parpado, para que mi ojo se alimentara de negro, pues según él, aquel sueño había gastado todo el negro de mi vida. A razón de mi singular enfermedad nos hicimos panas por un tiempo en el que solíamos jugar a los catapis después del turno mientras bebíamos algunas copas. Sin embargo todo hace parte del pasado, y ahora, años después, volvía para hacerle saber unas cuantas cosas; entre ellas mi existencia.

Debo decir que su fama se salía de lo normal, pues al llegar a su consultorio, un edificio blanco descomunal, lo primero que golpeaba la vista era una fotografía gigante de su rostro sonriente con una leyenda que rezaba: “Bienaventurados los que a mí se acercan”, cosa que extrañamente nadie juzgaba como una conducta mas allá de lo egocéntrico sino al contrario, como una afirmación de su infinita bondad. Personalmente a mi me sabía a mierda todo lo que de él se trataba, y por eso estaba yo allí.

Llegué a la fachada y atravesé la puerta de vidrio luego de subir varios escalones de mármol, y al llegar a la apoteósica recepción fui recibido por una tonta asalariada con aires de inmensamente tocada por el cielo, que tras repetir su retahíla de saludos protocolarios me preguntó mi nombre y el porqué de mi visita.

-Digale a Cosme que soy Abraxas Valdéz, un viejo conocido, y que sea pronto- Me apresuré a responder.

-Lo siento mucho don Abraxas, pero por si no lo sabía, usted necesita una cita previa con autorización de su aseguradora de salud para poder acceder al maravilloso mundo del Doctor Cosme. Hasta ahora solo hay citas para el próximo semestre – dijo la muy estúpida – y si desea puedo hacerle una reservación ahora mismo.

-No gracias -Respondí- solo vine a mear. ¿Dónde queda el baño?

-Al fondo a la derecha –Indicó.

Que cliché el de "al fondo a la derecha". De cualquier forma me interné en el edificio sin mayor dificultad, hasta que llegué a la sala de espera, que más parecía una plaza que otra cosa: La gente se regocijaba mientras pasaban días interminables de espera para ver al gran sanador. La fila subía al fondo por unas escaleras que dirigían a la parte alta del edificio y se enroscaba gradualmente hasta el centro del lugar, donde los últimos hacían la fila metidos en sacos de dormir recostados de pie uno sobre otro, y los punteros de la fila entonaban cantos de júbilo inmortal y alabanza, lo que le daba al panorama un aspecto sumamente estúpido. Era evidente que todo en absoluto se salía de lo normal, comenzando con el edificio, que parecía haber sido construido conociendo de antemano el apogeo de su propietario. No pude evitar relacionarlo todo con el purgatorio de Dante, por lo que decidí atravesar la sala no más, sin protocolo o espera alguna, como si me urgiera el acceso al paraíso y fuera de la mano de Virgilio, y comencé a hacerlo a pesar de los tumultos y protestas de los pacientes en espera. Lo único que podía pensar en ese momento era lo increíblemente bajo y vil a lo que aquella gente había llegado por tanta insignificancia, y fue en ese momento que comencé a abrirme camino con golpes y madrazos. La odisea fue convirtiéndose gradualmente en un imposible por culpa de la increíble aberración de los pacientes que me tomaban por las ropas empecinados en no dejarme avanzar mientras suplicaban dolorosamente que no lo hiciera. Mi arrebato logró sobreponerse a la multitud por un lapso de casi dos minutos, en los que alcancé tan sólo el centro de la plaza, hasta que me vi obligado a detenerme cuando una mujer llorando, ida en lágrimas, se dirigió a mi suplicando:

-Señor por favor, no lo haga- Sollozaba –No me arrebate por favor la dicha…

Su rostro estaba completamente inundado en llanto, y la tristeza se dibujaba enteramente en sus ojos. Escuchar su súplica se me hizo bastante extraño, pues yo solamente iba a ver al Doctor Cosme, igual a los demás, y así se lo hice saber.

-Solamente voy a verlo, igual que los demás.

-¡No! –Respondió- ¡Va usted a matarlo, lo va a matar y adiós al Doctor…yo lo sé, sólo va para matarlo! –Gritaba la mujer con esquizofrenia, como poseída por una ira que la sacaba de sus cabales. Las cuencas de sus ojos se ahondaron y su mirada se hizo fantasmal. Tuve entonces miedo, porque al escuchar a la mujer, la muchedumbre pareció levantarse en alarma, fijando todas las miradas sobre mí, como esperando a ver si mi reacción ameritaba la violencia para detenerme. Podía sentir el peso abrumador de las pupilas inquisitivas, y me percaté de que el sentimiento que embargaba a todas y cada una de ellas iba acercandose cada vez mas al odio.

-¡Solo vine a mear! –Expliqué en voz alta, pero ninguno pareció entenderlo. La mujer se aferraba cada vez mas fuertemente, y mi pulso parecía entonces una batucada.

-¡Él viene a matarle, viene a matarle! –Grito ella, y sentenció mi destino: La horda enardecida se abalanzaba sobre mí como si fuese un judas traicionero. En ese instante empecé a recordar bellos momentos de la vida, y supe entonces que era el día de mi muerte. Me disponía a abandonarme a mi cruel destino, cuando una voz delgada se entretejió entre el bullicio…

-¡Es el viejo Abraxas, y solo viene a mear! –Dijo.

La multitud, al escuchar tan amable y piadosa frase, pareció desenchufarse de sus intenciones asesinas. Yo tenía los ojos cerrados esperando el primer mordisco, y aún no me atrevía a abrirlos. Todo era silencio de un instante a otro. La mujer no me aprisionaba ya mas, y lo único que se movía era el hilillo de orines que me bajaba por el pantalón.

Bienaventurado el que se acerque a Doctor.

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