El Virus

Salió del baño con las manos frías, la cara sudando y toda tiritando del frío.

Ya era la cuarta vez que vomitaba en las últimas dos horas: Las seis de la mañana en el reloj, afuera lloviendo y ella sin poder dormir. Mejor se quedaba ahí y no iba al colegio, para evitar después un desmayo o una úlcera, sin poder salir del salón o siquiera llamarlo para apaciguarse; mejor estar ahí para verlo pasar como todas las mañanas, con la carita de niño que le gustaba, o para imaginarse que pasaba y que se reían, que se hacían caritas y todo lo demás.

Es que ya estaba siendo bastante lo de las náuseas y las ganas de llorar. Era sin duda un caso crónico, una mutación emocional, o quizá el hecho de que llegara después de tanto tiempo, y que llegara de improviso. Lo había buscado muchísimo, quizás toda su vida, y en todas partes; y cuando al fin no se le pasaba por la cabeza y no pensaba nunca en él, llegó. A cualquiera le pasa que, si distraído le cae un ladrillo en la cabeza, le duele más que si hubiese prevenido el impacto, y así le paso con él, un día cualquiera, porque no se acordaba ya.

Obviamente al principio fue muy normal, pensando que otra vez la misma rutina y que quizá, tres o cuatro semanas después, ya estaría sola de nuevo; pero tan solo a los seis dias comenzaron las úlceras, las nauseas, y las ganas de llorar, que gradualmente fueron convirtiendose en pan de todos los dias. Al principio podía esconderlo haciendolo pasar por las consecuencias de un período voraz, o una arremetida inminente de migraña; pero luego fue imposible y no se pudo más. Era evidente que su estado era el efecto primario de un factor externo a ella, pero nadie se atrevía a preguntar, o siquiera a especular, por miedo a ser contagiado o castigado por el veneno de la lengua.

Solía ser de las más alegres y hermosas; aquella que participaba de todo, amigable e inteligente, hasta que la invadió el virus. Ya se había hablado de él en el colegio y de la probabilidad de sufrirlo, pero el hecho de que ella lo tuviera significaba riesgo de epidemia, por lo que comenzaron a evadirla.

Sin mas ni menos ella aceptaba su estado virulento y lo sufría sin quejas, porque los buenos ratos lo valían: El primer día y todos los demás, los ratos largos conociendo todo de cada uno, haciendose uno cada vez, sintiendo su mano aunque no estuviera, sabiendo que siempre estaba aunque no lo pudiera tocar. Se quedaba llorando muchas veces, porque su cuerpo necesitaba verlo a intervalos, necesitaba su dosis siquiera un minuto para evitar los mareos y no sufrir el dolor, para no morirse de omisión. Él por su parte lo sabía, y conocía muy bien las contraindicaciones de su ausencia; pero sabía más lo peligroso que era estar, porque sin querer, sus besos aumentaban los mareos y hacían más grandes la pústulas que propagaban el virus sin piedad.

En fín, esa mañana decició quedarse porque el frío le punzaba el vientre, y las lágrimas ya le brotaban aún sin voluntad. Tan sólo se levantó a las siete, se postró en la ventana que da al balcón y espero a que pasara para saludarlo.

A las siete y uno pasó él, con la sonrisa en la cara y el corazón ávido de un abrazo, esperando verla para decirle que también iba a quedarse, para estar con ella, y cobijarse juntos al frío de esa mañana lluviosa, para hacerle saber que ya no iba a sufrir porque la cura estaba en los dos; pero fue un minuto tarde.

Es que no hay quien pueda sufrir el virus del amor tanto tiempo solo, y ella no era la excepción; porque amar por esos dias, era mortal.

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